Sebastián Lecuona | El último concierto

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EL ÚLTIMO CONCIERTO
Por Sebastián Lecuona





No cabría lugar a imperfecciones. Llevaba semanas preparando todo con obsesiva minuciosidad. Aquella noche sería su último concierto.

La gente ya había comenzado a invadir las gradas como malones desesperados; los primeros en llegar tendrían las mejores ubicaciones. Los badajos de las campanas de la catedral oscilaron con vigor marcando las diez, y el clamor se acrecentó en el aire caliente del verano. El concierto comenzaría en media hora.

Mientras tanto, el pianista se peinaba con cuidado los pocos cabellos que le quedaban y se aseguraba de que el traje negro no tuviese pliegues. No se perdonaría nunca dar un concierto estando desaliñado. Repasó por última vez el plan, se miró el cuerpo enjuto en el espejo y salió de la habitación.

Cuando apareció en la sala con la frente en alto, el público aplaudió con frenesí, extasiado. Hizo una reverencia histriónica. Reinó el silencio. Midió con cautela la altura de la banqueta y la distancia con el piano, colocó un paño sobre ella con cuidado, y se sentó. Carraspeó tres veces, se tronó los dedos y ejecutó el inicio de la sonata.

Las melodías se desplegaron dulcemente. Resonaron acordes de ensueño y escalas de colores. La dinámica hizo malabares; y poco a poco fue aumentando la velocidad. Las notas se ejecutaron con más fuerza. La sonata se tejía armoniosamente, como una odisea onírica. Un alud de virtuosismo fue arrasando con las teclas bruñidas. El público no respiraba; alguno lloró. El pianista livideció; el sudor de la frente caía sobre sus manos. Para cuando llegó el último movimiento, el ambiente se había tornado volcánico. Una vertiginosa progresión de notas anunció el final de la obra. El pianista aplastó las teclas con las manos como garras, ejecutando el acorde que detonaría el fin.

Un mar de fuego regó la sala en un segundo, borrando para siempre los rostros de los presentes. Las llamas se expandieron por toda la catedral como un dominó infernal; al cabo de unos minutos sólo se oyó el sonido de las butacas chamuscándose y el eco lejano de un acorde mortal.













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