MicroFricción de La Mirada














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LA MIRADA DE ULISES (GARCÍA)



Bajando las podridas aguas del Arroyo Saladillo, Ulises y su tripulación acometen una nueva odisea de pescadores.

Bajando las podridas aguas del Arroyo Saladillo, Ulises y su tripulación acometen una nueva odisea de pecadores.

Sabe Ulises que, más allá de la cascada, lo espera el canto de las sirenas.

Repitiendo otros viajes míticos, antes de arribar a las barrancas donde moran las sirenas, manda a los navegantes a poner cera en sus oídos.
Y siendo las sirenas del Arroyo Saladillo tan pero tan feas, suma a la orden de obturar oídos la de velar los ojos de todo tripulante con cinta aisladora negra.

Es así entonces que, ciegos y sordos, los pescadores llegan a la barranca de las sirenas.

Ulises, acostumbrado a las voces y a la figura de estos seres ni siquiera baja la mirada mientras oye los gritos:
- Ea, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos. Che Ulises… Ulises García, vení que te la canto en la cara: a ver cuándo pagas lo que debés en el almacén.
- Oíme Ulises García, viejo paspado, pescador de morondanga…

Ronca, la voz Ulises replica:

- Callate vieja del agua, bagre peludo.

El navío llega al puente con el eco de la última voz de las sirenas:

- Ulises García, pescador truchado, metete la red en el upiterno…

Ya los navegantes dejan el Arroyo Saladillo y se liberan en la corriente del gran Río Paraná.

Ya los pescadores preparan la red que será lanzada, como tantas y tantas veces, en las entrañas marrones de la Gran Muralla de Aguas Planas.

El resto es mito conocido.

Con la madrugada huyendo en los fondos del desierto, Ulises García regresa al barrio. Entra al boliche de Pueblonuevo. Enciende los amplificadores del piano. Afina la garganta para comenzar a cantar entre los míseros aplausos y la mirada trasnochada de algunos parroquianos del cuchitril.










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Sebastián Mancuso | La Mirada

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María Alejandra Atadía | La Mirada

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“La Mirada”


Cuando iniciamos un viaje
hacia el norte de piedras,
luego al oeste de arenas, para volver atrás y ver todo lo que se puede ver,
regresamos por vocación
al sur de las estrellas,
y entre las aguas de un mar que ya no existe
distinguimos el nuevo día.
Otros ojos,
luciernagales,
preparan la ceremonia del desierto des-esperado.
Entonces sucede la escena,
se recompone el olvido,
la vida pasa,
me veo cuando los veo,
sólo yo,
por ahora,
sólo ellos.






Ella - No tenemos todo el día: apenas unos minutos para recomponer el trayecto del ángel.
Desde aquí divisaré su túnica blanca. El abrazo simulado me dejará ver lo que esconde y se lleva al vuelo.
Como cada vez que se renueva la estirpe, estaremos preparados, como cuando me has dicho que será para que el caos no vuelva a confundirnos.
Ya que la entregaste sin mi consentimiento, ya que la perdiste, ya que la abandonaste… escribamos ahora un texto que la devuelva, que nos la devuelva.
Palabras que refieran su nombre, la cinta de colores de su pelo, el laberinto ágil de sus dedos a la orilla del mar, tan azul como sus ojos.

Él - Hace siglos que lo vengo intentando. Y creo que la última palabra es la que nombre aquella distancia que media entre mi ojo de oscura adversidad hacia tu ojo de irremediable venganza.
Tan lejos estamos. Tu ojo lacerante, de mi ojo ciego.

Ella - Aquel sacrificio inútil que sublimaron los poetas, aquel ritmo impuesto de traición y muerte a los vencidos sin batalla, a través de alguna historia que justificará las ambiciones de honor y gloria, se va descomponiendo en el vaho de la ignorancia.
Sostengo la mirada y te pregunto:
¿Habrá un acto de tu mano que merezca la revolución de las estrellas?
Entonces la vida se lavará con vida
y la muerte será “la respiración y el ritmo de cada universo infinito cada vez que va surgiendo”.


Julio y Julia
en su sala de juegos y ceremonias
se descubren las máscaras
en el preciso instante en que alguien abre la puerta:
el enemigo acecha, el mundo estalla nuevamente, el silencio está cautivo.
Prolijamente, los aprendices de teatro, cuelgan sus túnicas que simulan túnicas griegas.
Sus máscaras no; no pueden prescindir de sus máscaras. Son “personas” de este mundo en-mascar-hado.
Pero a veces,
se atreven a apagar la luz
y a ver con otra,
la que no tiene nombre aún,
luz de otros ojos,
entreojos,
sobreojos,
desde donde pueda nacer
la mirada que por fin nos merezca.
Julio y Julia salen al día de cada día
y se ven crecer entre los despojos de tanta oscuridad.
Ni ángeles ni desniveles de aire
cargan en sus mochilas.
“-Tenés el corazón abierto. Se te derrama la voz en ese corazón.
Late, late cuando vamos juntos.”
“-Entonces sabés quién soy, de dónde vengo.”
“-¿Entonces?”
“-Nada. Eso.”


Presiono la cuerda/pulso contra polvo/voz y mi voz en el viento/
del viento llego con eco/araño las palabras/que me juzgo claras/la noche previene/
la desgarrada mirada/que sobrevive caos/voy pasando/
vuelvo.


Julio - Todos somos los fragmentos de las historias prometidas
y las distancias se acortan
cuando vuelvo a mirarme
y te miro.

Julia - Y que tu mirada me duerma
en la fosforescencia de aquel mar
tan verde,
tan azul,
tan oscuro y adverso,
tan verde,
tan azul.

Y que tu mirada me duerma
tan verde,
tan azul,
tan verde,
tan azul…















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El Deseo

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EL ESTILO DEL DESEO

Ahora que Borges tiene tiempo, suele sentarse en un banco del Parque Alem a conversar con nosotros.
Algunos días, menos sombríos que apacibles, practicamos un juego de palabras. Le recordamos algún fragmento de su memoria y él, entonces, evoca lo que nunca supo.

Mañana, apenas el mundo oculte al sol tras el banal invento del horizonte, le será dicho: “el estilo del deseo es la eternidad”.

Y el viejo Borges, con todo el tiempo en la empuñadura de su bastón, será el testigo que nos cuente:

“En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca ser Dios. El hombre desea dejar de ser hombre para ser Dios. Hace ya treinta y tres años que busca. Sentado en ese establo y en compañía de animales que conocen cada uno de sus sueños, desea. El hombre desea dejar de ser hombre para ser Dios.

El toque de oración lo despierta. Su cuerpo ya no es su cuerpo. Es ahora y al fin, un extraño. Ahora, sin mediar conjetura ni libro. Ya, en la más feroz definición de un instante, es Dios. Es Dios a la sombra de la nueva iglesia de piedra.

Los animales del establo, espantados por la presencia de ese extraño al que desconocen, lo atacan hasta darle muerte. Alguien dirá más tarde, tal vez sentado en el banco de un parque: Alegoría del que ha venido treinta y tres años después”.

Y entonces, el viejo Borges, sonriendo como quien recupera una nostalgia adolescente citará al que se guarda fósil en los rincones de alguna biblioteca:

“Bien podría decir este ser extraño en su agonía: ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?”

“El estilo del deseo es la eternidad”, hasta el fin de los cuentos.



El estilo del deseo”, escena del Teatro de Cuentos de la Biblioteca Fabularia,
compilada por el Grupo Editor de Sueños de la Ciudad de la Rosa y el Río.









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MicroFricción sobre El Deseo
















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COMERCIO DE ALAS

"Al igual que los ciegos adoradores de la luz,
los girasoles, en su ignorancia,
sólo desean tener una sombra"




Bienvenidos sean ustedes a las “Microfricciones del Hacer”, lugar donde se publican al éter algunos decires que derivan por los meandros del universo fabulario y otros andurriales.

Si hubiera alguien al menos alguien del otro lado, podría decirle que pare un poco, que se recueste sobre el silencio y que escuche, que empieza el cuento que cuenta:
Hubo en tiempos no muy lejanos, en esta ciudad de la Rosa y el Río, un Balneario de Ángeles.
Hoy, siguiendo dogmas más acordes al espíritu ciudadano, el balneario de ángeles ha sido eclipsado por un basural, oh paradoja sarcástica: por un basural “a cielo abierto”.

El progreso urbano ha instalado sus imperios, pero algunos viejos marginales aún resisten en los alrededores de este basural. Y todavía cuentan historias de aquellos tiempos. Historias como estas:

Dicen que, en su patético deseo por regresar al cielo, los ángeles caídos son estafados desde siempre por hombres inescrupulosos.
Estos hombres los engañan vendiéndoles alas.

En su patético deseo por regresar al cielo los ángeles caídos son estafados por hombres que los engañan vendiéndoles alas.

A lo largo de la historia, estos vendedores de alas han pagado los oficios de los más grandes maestros de la escultura y de la pintura universal para que ilustren las supuestas bondades de dichas alas.

Los templos, los museos y las enciclopedias dan prueba de este fraude miserable.

Claro está, las imágenes son tan falsas como las alas.

Pero lo ángeles caídos, en su patético deseo por regresar al cielo, son seducidos por el engaño.

Y los ángeles caídos, en su patético deseo por regresar al cielo, seducidos por los hombres, vuelven a caer desde escarpados acantilados o monstruosos rascacielos.

Extrañamente, en los últimos dos mil años no se han registrado reclamos.

Es cierto. Y también se dice que los ángeles no resisten una segunda caída. Y que la humanidad guarda un sospechoso silencio sobre el asunto.

Esto, también es cierto.














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Pájaros que vuelan
















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PÁJAROS QUE VUELAN



El día que murió Macedonio pregunté por los pájaros que vuelan en los velorios. Me dijeron





“Le digo que los pájaros existen en el mundo para volar en los velorios, para eso existen los pájaros. Y también le digo que a cada muerto le toca una especie de pájaro”. Puede ser, puede ser. Yo he visto bandadas, con mis propios ojos, volando encima de los velorios. Y también he visto, otras veces, un pájaro solitario por el aire del lugar. Verdad dice usted, razones tiene el vuelo solitario y razones tiene el vuelo en bandada, razones que hay que ver con respetuoso silencio. Por eso debe ser que dicen que uno se muere para volver a las bandadas. Pero dicen que es el pájaro quien elige al muerto, el muerto no elige al pájaro. El muerto no.

Pregunté por la migración del alma hacia los pájaros. Me dijeron

“Mi madre contaba que el alma se va hacia el pájaro y que así se hacen los ángeles del Señor y que entonces se suben hasta el cielo. Eso les digo, el ángel es un pájaro con alma. Y los ángeles caídos son el regreso de los pájaros al mundo. Los ángeles caídos son una especie de pájaro, pero no sé cuál”. Puede ser, puede ser, pero ya no veo yo, ya no veo pájaros volando en los velorios de los hombres que se mueren. Yo le digo que el alma de los hombres ahora marcha hacia la nada, por eso ya no los ve.

Pregunté si el pájaro tiene conciencia de esta migración. Me dijeron

“Yo no sé si el pájaro sabe, tampoco sé si el muerto sabe, pero me ha dicho alguien que sabe que a veces el pájaro recuerda al hombre. Y lo recuerda en la lengua de los pájaros. También dicen que los ojos del pájaro abren la mirada del muerto y que entonces el muerto ve y su alma se va hacia el pájaro. Los pájaros observan el mundo. Yo creo que los pájaros nos observan cuando andamos por el mundo. Yo creo que el pájaro nos mira, día tras día, desde la ventana de nuestra casa. Yo creo que el pájaro nos mira desde la jaula en la que lo hemos encerrado. Y cuando el pájaro se muere en la jaula es un pájaro asesinado”.

Pregunté si uno está muerto cuando ya ningún lenguaje tiene significado, cuando la noche ha mitigado el olor de las palabras.
Pregunté si hay palabras esquinadas que miran pasar las sombras, si la forma de un lenguaje, un pájaro, observa los pasos perdidos.
Pregunté por el esplendor final de los refugios y si el alma de los pájaros construye una voz para nombrar el cielo y crearlo.
Pregunté por qué mañana me voy a despertar sin sueños, con apenas una sensación de vacío, como suspendido en el aire de ningún lado.
Pregunté por las marcas en la tierra que acaso no sabré leer.
Me dijeron

“Uno está muerto cuando ya ningún lenguaje resulta comprensible”.

Sólo chillidos acusan mi presencia, chillidos de mí, mis chillidos.
Entonces miro y no sé qué estoy mirando. La cosa muda de pronto enuncia y todo lo que habitaba en mí se marcha a morar en otros recuerdos.

Los ojos del pájaro (alguna vez conocí el nombre de esa especie) se posan en mi frente. Una de las viejas que hablaba alrededor del que fui besa algo de mí, algo que tal vez, pueda ser mi alma.
Después, apenas hay silencio.



En ese mismo momento ella se posó,
a su manera desmañada y grácil,
y plegó sus alas.
¿Lo sospechaste?, preguntó.
(John Crowley, Exogamia)
















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Graciela Tomassini | El Deseo

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María Alejandra Atadía | Los Monstruos

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“Esos que se muestran”




Nube blanca nube azul
quién se lleva la luz
nube negra nube roja
paso corriendo
no miro
no oigo
no toco
no te llevo a mi sueño.


La casa de los viejos locos
aparecida en la esquina de Castro Barros y Arenales,
hacia mil novecientos sesenta y cinco,
escondía entre los espejos circulares
que iluminaban un asfalto de rayuela,
un verde Corazón de Espuma,
que temblaba
y hacía temblar hasta el ahogo
a los que pasaban cantando.

-Dale, cantá y pasá rápido.
No te acerques a la puerta,
no vayas a mirar por entre las rejas.
La guardiana te aprieta los labios para que no grites,
te saca los ojos para que no veas,
te sumerge en la gelatina del veneno
y te cuelga en su cadena,
en su cadena de olvidos.
Nunca nadie
se acordará que fuiste de ese barrio.

Cada vez
que me animé a pasar
observaba de reojo
la cabellera multicolor que colgaba
en el oxidado candado de una puerta-persiana.
Vieja y desdentada
se mostraba
y movía los arcos de sus piernas
y agrandaba las cuencas del musgo
cada vez
que yo miraba.
- No entres, salvo que guardes silencio.
Por aquí no pasarás. El suelo se dobla con tu peso. Y te comerá el aliento.
Si callaba, oía.
Si callaba, oía.

Entonces,
hablé para despertar.

Pasaron los años,
feo bicho feo, desgarbado y ceniciento,
supura la pesadilla permanente
de ser único,
devorador de plumas
y lenguas,
caparazones
y muslos de ciervo.
La casa le pertenece.

Un tiempo de la noche
circula entre las voces del barrio:
el fenómeno ha cambiado
la orientación de las estrellas.

Ayer
los aparecidos bestiales de la mente,
hoy, el estrépito de algún tigre con máscara de ogro;
ayer los monstruos del infinito universo terrenal,
hoy, la baba de los que se arrastran,
que nos arrastran hasta su baba,
que no podrán olvidar
la cuenca vacía,
ni a ellos:
Corazón de Espuma Verde,
Cabellera Desvalida,
Manos de Tijera.
Serpentean aún las tramas del viaje,
contaminados de horror.




Ahora que los llamo
y me ocupan
y les doy mi lugar,
van y vienen como desesperados,
sumergidos
en la grieta de algún plátano azul,
y los límites de un cuerpo ya envejecido,
como aquella casa del sur,
olvidada.
Debilitados en su especie alada, en extinción,
buscan mis ojos,
van y vienen,
mostrándose,
mostrándose.















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Sebastián Mancuso | Los Monstruos

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El vagabundo de Wilcock me dio letra para hablar de mi amigo el Lolfi; mejor dicho, me dio palabras que, intercambiadas por el motivo de este programa, ensayan un monstruoso plagio de la existencia.

Resulta ser que mi amigo el Lolfi alquiló un monstruo para las noches tempestuosas. Cuando la lluvia arrecia contra los vidrios y el viento silba bajo las puertas y sacude las chapas sueltas del garaje, el Lolfi se pone las pantuflas rojas y verdes de lana, se sienta beatamente en un sillón delante del fuego de alegres troncos apilados en forma de pirámide, toma un libro cualquiera sobre las raras costumbres de los indios de las islas Trobriand y a la luz aterciopelada de una lámpara troncocónica, fija con los ojos apenas entreabiertos las llamas atareadas en devorar la madera de la que se nutren; en el tranquilo cuarto no se oye otro ruido que el ronquido del perro Persimol, un pastor alemán que ronca aunque esté despierto, como una ballena de grandeza mediana. Para engañar la espera, el Lolfi imagina con los ojos de la mente una procesión de ratones con yelmitos medievales obligados a atravesar por motivos que no están claros el hogar de la chimenea, de derecha a izquierda; uno después de otro los ratones saltan sobre el fuego y el Lolfi los cuenta. De pronto, en la noche intransitable, el monstruo llega; se acerca a la ventana y golpea ligeramente el vidrio con el dedo; después se queda mirando hacia adentro.
El Lolfi levanta la mirada y observa el rostro deforme y nauseabundo que lo mira, su marco de cabellos grises mojados por la lluvia bajo una desvencijada revista de cómics. Todo el sufrimiento del mundo gotea de ese rostro mofletudo y hediondo, cuidadosamente poceado; largas noches de cuevas y pozos ciegos; el hambre, la furtiva contemplación de televisores ajenos, ecos lejanos de botellas sucias después de nacimientos sin control, las plagas, las heridas, las descargas eléctricas infligidas, las mordidas, la prepotencia, la lenta extinción de la cabra alpina, el aumento inexorable de los precios al consumidor, la violencia de las aduanas, el humorismo de la justicia, el entero horror de la existencia exuda de esos ojos implorantes. ¿Es llanto o lluvia esas gotas que corren por las mejillas del monstruo? El Lolfi suspira conmovido, piensa en la inmensa miseria del mundo y vuelve a la lectura que todavía no ha comenzado. El monstruo se da vuelta y en la noche inclemente se aleja, hacia un destino seguramente atroz, dejando en el vidrio la impronta mojada de sus manos. Por estas apariciones recibe a fin de mes un pequeño salario.


















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