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El vagabundo de Wilcock me dio letra para hablar de mi amigo el Lolfi; mejor dicho, me dio palabras que, intercambiadas por el motivo de este programa, ensayan un monstruoso plagio de la existencia.
Resulta ser que mi amigo el Lolfi alquiló un monstruo para las noches tempestuosas. Cuando la lluvia arrecia contra los vidrios y el viento silba bajo las puertas y sacude las chapas sueltas del garaje, el Lolfi se pone las pantuflas rojas y verdes de lana, se sienta beatamente en un sillón delante del fuego de alegres troncos apilados en forma de pirámide, toma un libro cualquiera sobre las raras costumbres de los indios de las islas Trobriand y a la luz aterciopelada de una lámpara troncocónica, fija con los ojos apenas entreabiertos las llamas atareadas en devorar la madera de la que se nutren; en el tranquilo cuarto no se oye otro ruido que el ronquido del perro Persimol, un pastor alemán que ronca aunque esté despierto, como una ballena de grandeza mediana. Para engañar la espera, el Lolfi imagina con los ojos de la mente una procesión de ratones con yelmitos medievales obligados a atravesar por motivos que no están claros el hogar de la chimenea, de derecha a izquierda; uno después de otro los ratones saltan sobre el fuego y el Lolfi los cuenta. De pronto, en la noche intransitable, el monstruo llega; se acerca a la ventana y golpea ligeramente el vidrio con el dedo; después se queda mirando hacia adentro.
El Lolfi levanta la mirada y observa el rostro deforme y nauseabundo que lo mira, su marco de cabellos grises mojados por la lluvia bajo una desvencijada revista de cómics. Todo el sufrimiento del mundo gotea de ese rostro mofletudo y hediondo, cuidadosamente poceado; largas noches de cuevas y pozos ciegos; el hambre, la furtiva contemplación de televisores ajenos, ecos lejanos de botellas sucias después de nacimientos sin control, las plagas, las heridas, las descargas eléctricas infligidas, las mordidas, la prepotencia, la lenta extinción de la cabra alpina, el aumento inexorable de los precios al consumidor, la violencia de las aduanas, el humorismo de la justicia, el entero horror de la existencia exuda de esos ojos implorantes. ¿Es llanto o lluvia esas gotas que corren por las mejillas del monstruo? El Lolfi suspira conmovido, piensa en la inmensa miseria del mundo y vuelve a la lectura que todavía no ha comenzado. El monstruo se da vuelta y en la noche inclemente se aleja, hacia un destino seguramente atroz, dejando en el vidrio la impronta mojada de sus manos. Por estas apariciones recibe a fin de mes un pequeño salario.
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