Debo interrumpir esta frecuencia etérea, debo irrumpir en la emisión radial de estos hacedores porque una búsqueda más apremiante aqueja mi destino. Estoy buscando mi voz. ¿Es ésta mi voz? ¿Dónde estás voz de las voces? ¿Voz, sos vos?
Voz, déjame decir a través de tu sonido para relatar la cara oculta de mi pasado milenario, la historia incierta de mis arrabales primigenios. Este es el relato que me nombra; soy el Traductómano de las 1001 lenguas. Mi acalculia crónica no me permite computar en años mi trashumancia sobre este planeta cocinado en polvo de estrellas. Adolezco además de una prosopagnosia congénita que me impide reconocer los rostros y los paisajes: ya ni siquiera me atrevo a mirar la noche por temor a ese universo insolente que pesa sobre mis ojos. En mi recuerdo sólo yacen, a veces letárgicos, otras insoportablemente vivaces, los idiomas que poblaron las orillas del río y los mares, aquellos que nacieron en las cuevas, que durmieron en la oscuridad de las catacumbas, que pregonaron por los caminos vírgenes de los primeros pasos humanos, pasos de la hierba fresca, de los lagos impolutos y de los depredadores más voraces. En mi conciencia dormitan las voces que conquistaron y las que nominaron a sus hijos, las que dieron vida y muerte a los hombres y mujeres del castillo, de las chozas y de las cárceles, las 1001 voces que eludieron el silencio y soplan junto al viento en el desierto. Estoy buscando mi voz.
Voy a enunciar entonces con esta voz la ignota paradoja de las voces: el conciliábulo de los historiantes babélicos ha detectado una incongruencia tan atroz como categórica… la gran torre pudo alcanzar los cielos. Las lenguas no se diferenciaron unas de otras por la ira y la enjundia de una deidad furiosa y resentida, las lenguas que fraguaron palmo a palmo cada rincón del mítico rascacielos jamás fueron iguales; las lenguas nacieron para ser diferentes.
Estoy buscando mi voz. En cada relato intento encontrar una pista que me devuelva al lugar de donde vine, que devele mi camino de regreso a Babel. Soy, y lo dije, el Traductómano de las 1001 lenguas. Moro en las bibliotecas y las calles, en las plazas y los templos urbanos donde se comercian los idiomas: los puestos atravesados por historias y relatos, las barrancas, los bares. Traduzco las palabras de palabras para regresar a mi tierra perdida, baldía, invisible. Escuchen. Escuchen las pistas que se cifran en este relato originario:
«…las mujeres y los hombres descuentenados pisaban la tierra húmeda y decían tierra; miraban los pájaros gritar y decían pájaro, tapaban sus ojos al mirar el cielo del mediodía y con una sonrisa en el rostro se decían unos a otros: sol… Pero uno de ellos se despertó un día sobresaltado por un mal sueño y, sin querer, articuló la palabra sueño. Al día siguiente todos dijeron ayer y con el paso del tiempo cantaron bajo la luz de la luna para recordar las noches antiguas y celebrar las lluvias, mientras unos monos parlanchines miraban desde los árboles y repetían asombrados todo aquello que las mujeres y los hombres decían…».
Estas tribulaciones primigenias sucedieron allá en el olvido ciego de la historia. Los descendientes de esas mujeres y esos hombres hoy caminan genuflexos y se locomueven por el mundo entero buscando esa misma voz que se me escapa entre los dientes, que supo atravesar los confines de la memoria y que poco a poco se fue callando en el mayor de los silencios.
Volverán a oír de mí, volverán a oírme. Seguiré buscando mi voz.
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