Graciela Tomassini | 05 JUNIO 2010

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La Araña en la Biblioteca 1

Es sabido que las bibliotecas, al igual que otras comarcas de este universo, tienen su fauna. Cunden en estos ambientes, generalmente cálidos, pródigos en pliegues y recovecos, especies bibliófagas como el famoso pescadito de plata y la polilla, cuyas costumbres predatorias perjudican los bordes de las páginas y la pasta de los lomos, lo que no sería nada si no incursionaran, como suelen, en las zonas de escritura, arruinando de manera irreparable hojas enteras. Para no hablar de otros parásitos cleptómanos que juegan de visitantes y nos confiscan estanterías enteras con una destreza inapelable. ¿Cómo combatir estos enemigos ínfimos pero no por ello menos nefastos? Adquiriendo una Araña.
Toda biblioteca que se precie debe tener su Araña. Casi siempre viene por propia decisión, porque sabe que en el ecosistema de la Biblioteca tendrá pingüe sustento. Si tarda en aparecer, habrá que atraerla, exhibiendo en el borde de los estantes algunas golosinas que exciten su gula. Si aún así vemos que pasa el tiempo y estamos faltos de Araña, habrá que cazar alguna y arrojarla sobre los lomos de los libros, donde bien pronto tejerá su querencia, constituyéndose en celosa guardiana de nuestro patrimonio bibliográfico.
Mi Araña es una Amaurobius tristisimus, pero hay que ver cómo se desempeña. Toda una fiera. No se queda sentada como una gárgola en el centro de su tela: sale intrépida a buscar a los bichos, colgada de su hilo como una trapecista. Lindo ejemplar de araña.
Cuando tiene la despensa llena, para no aburrirse, lee. Si no la veo por allí, rampante en su tela, es porque está metida entre las páginas de algún libro, saciando su apetito intelectual. Le gusta todo: novelas, diccionarios, tratados, ensayos, libros de cocina. Pero si tuviera que consignar alguna preferencia, diría que le tira la poesía. Es lírica, mi araña.
Le gusta compartir sus lecturas. A veces la veo comentando doctamente algún volumen con mi gata, pero lamentablemente todavía no sé en qué idioma se comunican. Algo de gato entiendo, por eso puedo decir que ésa no es la lingua franca que manejan. Al menos, sé su nombre: mi Musquina la llama Señorita Nancy.
Esta tarde, sin ir más lejos, estaban las dos de gran palique. La Señorita Nancy, sentada sobre El Libro de los Monstruos, de Wilcock. Si lo leyó, debe ser por recomendación de mi gata, que es fanática de Wilcock.
Voy y le pregunto a mi gata: ¿Qué opina Miss Nancy de Juan Rodolfo?
- Le encanta –me asegura la Musquina. – Dice que le hubiera fascinado encontrarse retratada en ese fabuloso monstruario. Sólo que ahí los monstruos son humanos.
- ¿Algún otro comentario?
- Si querés saber, vas a tener que esforzarte. No soy intérprete. Estudiá Araña y hablá vos con ella.
Y así me largó. Así que tendré que estudiar la lengua artrópoda, y espero aprender rápido, así cuento aquí las lecturas de Miss Nancy. Ahora la veo muy empeñada metiéndose entre las páginas de mi vieja edición de Las invitadas, de Silvina Ocampo.
¿Valdrá la pena enterarse de lo que Miss Nancy piensa de cada libro que lee? ¿O podré convencerla de que estudie ella el español, así viene personalmente a contar sus experiencias?
Ya lo veremos. Por lo pronto, tengo un par de semanas para tomar un curso acelerado.








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