Sebastián Mancuso | Los Locos

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El humanista Serasmo de Rottendown describió el conocimiento de las personas como un proceso que conlleva dos etapas. Primero está la consabida capa superficial que se muestra indiferente al resto de los seres y que transita imperceptible por los vaivenes y las miradas de las gentes. Y luego, existe un espesor postrero al que jamás se accede de inmediato, un abismo al que solamente se puede llegar remontando la continua erosión del tiempo y de la rutina, esa larva estajanovista que carcome por completo el buen ánimo de los mortales.
Pero además, Serasmo se ha dignado a hablar sobre la locura y sus implicaciones en nuestra personalidad.
El barrunto sobreviene cuando esta conformación bicapa, nuestra conformación bicapa, debe soportar la filosa interpelación de los locos, esos homúnculos inquietos y alienados cuya indiscreción no conoce límites, subrepticios habitantes y orilleros de la cuenca del Murmullo. Hordas de locos preguntan y atacan la bastilla de la suficiencia donde se guarecen los cuerdos, fustigando las inmediaciones edilicias de la razón con una vehemencia tan atroz que las murallas del palacio comienzan a temblar de miedo, desmoronándose con el temor frío y sudoroso del abatimiento, para sepultar el mito cartesiano de la fortaleza infranqueable. A fin de cuentas, la contraposición entre normalidad y demencia parece dirimirse en una simple puja de fuerzas. De un lado se utiliza el chaleco. Del otro, solo basta con la presencia.

Quien esté libre de tristeza, que arroje la primera risa. ¿Cuántos son los que al despertar sienten esa fiebre de sueño incrustada en los ojos, cuántos son los que no entienden la histórica histeria de esta histérica historia, cuántos son los que ríen sin pensar, mientras yo me conformo con un pedazo de alegría bajo la almohada? ¿O qué tafanario será lo que se siente? ¿Será verdad que los locos se han precipitado en el abismo, atraídos por la mirada del vértigo, mientras nosotros jugamos a ser felices? Nada más cierto, don Zemog, la felicidad es un estado demente, un recurso agotable que se mantiene bien guardado de las rejas para afuera. Ellos de un lado y nosotros del otro. Divididos por la certeza. Y sin embargo, a veces creo que debería invitarlos a mi casa para que me ayuden a levantar el revoque de las ilusiones, a recoger las estrellas caídas por todas partes, resecas de olvido, llenas de razones y siniestras lógicas de suficiencia que no son más que espejos de arena.
Pero no, prefiero que los locos sigan restañando en su lugar, dibujando universos sobre el costado de las veredas. Y cuando yo esté afuera, trataré de no ser el único, trataré de eludir la soledad. Porque hay una cuestión estadística que no debo olvidar, y ante la cual me conviene mantenerme alerta: mientras seamos más, el mundo será siempre lo que es, una enorme pelota de fuego cubierta de agua, tierra y carne.
La noche dibuja soles en el sueño de los locos mientras yo estiro las palabras para dialogar directamente con las estrellas. Esta vez no hay techo, ni siquiera intermediarios: el loco me escucha y quizá me entienda, pero aun así comprende que, mientras le hablo, sigo mirando la luna de reojo.
























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Fabulación Mourelle

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El bondi de los locos está ahí abajo. Puedo verlo. El bondi de los locos está amarrado a la calle Colón. Está vacío. No. No está vacío.
Todos los locos, menos uno, se han bajado del bondi y andan en pelotas corriendo por las barrancas del Parque Urquiza. Todos menos uno. En el último asiento, como corresponde a los locos que escriben, hay un loco dormido. Se tapa con las hojas de sus libros. Le cuento. Estiro la mano y tomo una hoja al azar. El azar es falso, sé muy bien qué hoja estoy eligiendo. Los locos son ellos. Yo no. Escuche lo que la hoja loca del loco dice:

“El loco anda libre
el dolor le traza un signo
el deseo le ronda y se lo traga”

Otra hoja del loco que duerme en el último asiento.
Escuche lo que la hoja loca del loco cuenta:

"No tengo un crimen
solo
atado a la cruz de la rodilla

Arrastro el atado y elijo
qué mano vale más
y me escondo de las aves
desde ayer
el amor de los cuervos
que fingen andar perdidos
y casi locos
a punto de no recordar
si nos llevamos el vértigo
o si lo habíamos destruido
luego de inventarlo

No tengo
solo
un crimen
no
me sigue
a tres pasos
y te quema"

Si ahora despierto al loco del último asiento y le pregunto quién es, me va a decir cualquier cosa. Lo dejo dormir. Le digo, este loco que duerme bajo las hojas de sus libros se llama Mourelle. Daniel Mourelle. Se vino al cuete desde Almarmira y está soñando que nos escucha desde Ningunaparte. Está en pelotas, como todos los locos que viajan en este bondi.

“Porque andan libres los locos. Y el dolor les traza un signo.
Y el deseo los ronda y se los traga”.

Mejor sigamos nosotros, desatando los nudos de la cordura: despelotando la noche.
















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María Alejandra Atadía | El Fin

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Los Cuentos de la Buena Pipa | EntreVoces2

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El Señor Quique | LOS CUENTOS DE LA BUENA PIPA


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Los Cuentos de la Buena Pipa | EntreVoces1

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El Señor Quique | LOS CUENTOS DE LA BUENA PIPA


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MicroFricción sobre El Fin
















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Participa involuntariamente el Sr. Quique [Los Cuentos de la Buena Pipa]



EL FIN Y OTROS FINES



Déme usted, por favor, un título.

A propósito del fin y otros fines.

Cuando niños, disfrutábamos del sonido de la lluvia en los techos de lata y en el río. Hoy que la vejez nos otorga la contundente verdad de la pobreza, el ruido de la lluvia en los techos arrasa toda percepción poética para naufragarnos en los infiernos de la inundación inminente. Y ya no sabemos si deseamos el fin del mal tiempo o, simplemente, el fin de los tiempos.

A propósito del fin y otros fines: EL fin del fin.

Pare Mire Escuche. Pasan palabras.
Palabras que juegan con nosotros, pasan como trenes hacia el fin de una vía.

EL fin del fin.

Pare, mire, escuche. Esta mañana, al despertar y entrar en la cocina, descubre usted que la mesa ha desaparecido.
¿Un extraño robo sin sentido?
Nota usted también la ausencia del viejo mate de madera, de la bombilla y de la pava destartalada.
¿Un extraño robo sin sentido?
Cuatro retratos familiares ya no están en la pared.
Sale usted al patio. No hay señal alguna de los perros, ni de los gorriones y las torcazas del muro.
¿Un extraño robo sin sentido?

El fin sólo puede observarse a la distancia.

Deja la casa. Ya en las calles de la aldea comprueba otras desapariciones. Falta el kiosco donde compra el diario, el semáforo donde pega estampitas de San Francisco, las ramas del árbol donde cuelga cuentos.

Estos sucesos no son necesariamente extraños para alguien que, como usted, es una ficción fabulada por alguien.

Para algunos, el fin dura eternamente.

Así que va a buscar a su fabulador para pedir explicaciones.
Mientras camina, de las paredes y del aire de los pasillos devienen pensamientos.
"La muerte no es instante, la muerte es tiempo que desaparece a las cosas."

Lo que más me gusta del final es que termina.

La muerte es un lento final de las cosas que habitan nuestro mundo. No es verdad que morimos al desaparecer el último objeto del mundo propio. Ni cierto es que, tras nuestra desaparición, se derrumba ese mundo.

Pero en las inmediaciones de la muerte las cosas finalizan con mayor rapidez, eso es todo. Hacerse viejo, es quedarse despoblado.

Lo que más me gusta del final es que termina.

Encuentra usted a quien lo fabula.
Y empieza a comprender según observa la luz de su mirada. El tipo está cayendo en el desierto. Perciba usted la desaparición de sus ideas. Ahora le pregunto:
¿Puede una ficción evitar el fin del ficcionante?
Escriba usted en el margen del cuaderno de notas: ¿Puede una creatura evitar la muerte del Creador?

A propósito del fin y otros fines.

Usted desaparece, ahora. Se dice que algunas cosas regresan. En su caso no importa, nadie repara en el deseo de las ficciones.
Váyase pensando en la lluvia, cuando disfrutaba su sonido en las chapas del techo y en la orilla del río. Y olvídese de la inundación. Déjele el río a los Pescados Rabiosos.
Eso sí, le pido un favor: dígame usted si la muerte duele.
Entonces usted escribe en el margen de mi cuaderno de notas:

La muerte no duele, nena. Lo que duele, algunas veces, es el fin.

La muerte no duele. Lo que duele, algunas veces, es el fin.
Y cuando sea el fin, para nosotros será La Nada. Para ustedes, los condenados a la ficción, será La Historia.
Pero vos, nena, sólo tenés que despertarte.









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Hacedores de la Calle La Paz | Parte 3

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Agustina San Martín | Lucía Barraguirre | Emiliano Puertas
Facundo Desideri | Florencia Ruiz Díaz | Narela Trejo


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Hacedores de la Calle La Paz | Parte 2

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Agustina San Martín | Lucía Barraguirre | Emiliano Puertas
Facundo Desideri | Florencia Ruiz Díaz | Narela Trejo


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Hacedores de la Calle La Paz | Parte 1

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Agustina San Martín | Lucía Barraguirre | Emiliano Puertas
Facundo Desideri | Florencia Ruiz Díaz | Narela Trejo


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Graciela Tomassini | Pensar la Muerte

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NOTA: Si bien el audio presenta algunos inconvenientes consideramos que, dado el valor del documento, merece ser agregado a nuestros archivos compartidos. [HdP]







A David Lagmanovich,
In memoriam

Soñé largamente con mi amigo muerto.
No sé si está tratando de decirme algo,
o soy yo quien intenta volverlo a la vida.

David Lagmanovich. “El amigo muerto”



Así que usted se fue de viaje, de un día para otro, no, de un momento para otro, sin advertirle a los amigos No me busquen, no me llamen, por un tiempo no voy a andar por aquí.

Y yo que tenía tantas cosas que decirle. Usted me dirá, ¿y por qué no antes? Hubo ferias, carnavales, romerías, hubo ciudades en primavera, con mesitas en las veredas moteadas de sol y árboles de buena sombra, y saber que el mar centelleaba a lo lejos, invisible pero cierto. Es que siempre me sentí un poco fuera de foco al lado suyo, una mala fotografía de mí misma, con una voz que chirriaba y decía cosas incongruentes, como traducidas por un amanuense corto de vista e ignorante del idioma (de cualquier idioma), y de todos modos había mucho ruido, siempre había una música demasiado fuerte, o se hablaban todas las lenguas de Babel, y entonces no se sabía en qué banda sintonizar el mensaje.

Por otra parte, cada vez que usted estaba frente a mí como sabiendo, yo me olvidaba de repente qué decirle, o más bien se disparaba el corrector automático y me subrayaba todo con rojo, y entonces venía el otro, el que siempre me convence de que es mejor el silencio.

Lo peor es que tienen razón. Nada de lo que yo pueda decirle es mejor que el silencio. Por eso escribimos, porque la musiquita de las teclas golpeadas por las yemas de los dedos es tan leve que se confunde con el ritmo de la sangre en los corredores de adentro.

¿Qué piensa usted, que tanto ha escrito; no: que todavía sigue escribiendo? Será que lo que escribimos no es otra cosa que un trazo de silencio, silencio puro enmascarado con los subterfugios del habla. Porque veo que otra vez doy vueltas y vueltas sobre lo mismo, sin lograr que usted se dé vuelta a mirarme, que usted vuelva sobre sus pasos, que usted no cruce esa calle, que usted no trasponga esa puerta, que no pase ni a veinte metros, ni a veinte años, de ese umbral.

Yo sé que si usted me viera gesticulando inútilmente en la penumbra usted trataría de disipar el malentendido. Pero si yo no temo por usted, pero si yo ya sé que usted conoce de sobra las calles de este arrabal –o las de Barcelona, o las de Ginebra, o las de San Miguel de Tucumán, para el caso es lo mismo- porque las ha recorrido en sueños, en vigilias, en cuerdas de violín, descalzo, en hilos de la virgen o babas del diablo, en fotografías que en este momento se han desparramado por el aire, por el aire de octubre que acaba de volar la ventana. Usted trazó todas las coordenadas, las líneas de fuga, con su lápiz de ingenio dibujó tantos esbozos como maneras imaginables de pasar para el lado de allá; algunos dijeron que eran conjuros, obturación de túneles para prevenir los derrumbes (¿vio? Todos nos hemos contagiado un poco del lenguaje minero, hoy en día). No: usted se ensayaba. Digo mal –otra vez, vea usted cómo me confundo, qué malamente uso las palabras. El que ensaya poda, corrige. En cambio usted multiplicaba, inventaba. Igual que el caricaturista que dibuja una puerta, y después la abre, y pasa a través.

Y yo gritándole no dibuje, la puerta no, el umbral no, no los arcos de medio punto, uno detrás del otro, siempre otro detrás de todos.

Y después de todo qué. Como una hilera de hormigas, como el reguero de migas que se comieron los pájaros, todos escribiremos ese cuento que no termina. ¿Sabe usted el final? ¿Es cierto que en verdad termina, sólo que está escrito con tinta fantasma (jugo de limón, ¿se acuerda?) para que no lo lean los padres, los duros padres, los temerosos, los obedientes, los comprensivos, los olvidadizos padres que ya no recuerdan que el cuento de hadas lo escribieron ellos, en su día, también con tinta fantasma.

Le advertí que esto iba a pasar. Yo bordando cadenetas alrededor de un hueco mientras se progresa en la construcción del monumento, ya establecimos las estatuas, igualito que en el Pere Lachaise, ya elegimos la elegía, lapidamos la lápida.

Cincuenta escribas están grabando su nombre en cada línea de cada página de los cincuenta volúmenes de homenaje a su nombre. Se olvidaron. Usted ya les dijo que no se llamará más hijo del pan sino palabra. A secas: palabra; usted dijo que en el otro lado no se anda con ceremonias ni se cuelgan los títulos enmarcados en la pared. O a lo mejor no lo dijo y a mí me pareció habérselo oído. Pero no me haga caso. A mí me parece que las palabras me marean, tienen el comportamiento del vino: entran dulcemente, y adentro crecen como helechos, o florecen de manera escandalosa.

Lo cierto es que tampoco ahora he logrado decirle todo eso que desde hace tanto tiempo llevo conmigo para usted. Pero quizás no haga falta. Usted nos pesca al vuelo, maestro.













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