La gran obra | Javier Gómez
El alquimista se acercaba cada día más a su exégesis del universo. Entre vapores nefarios y llamas danzantes, los velos se descorrían uno a uno. Cada experiencia revelaba una respuesta más para el enigma de la creación. Hacía treinta años que buscaba llegar a la magna veritas del cosmos, conocer la trama que sostenía las dimensiones en su lugar. Ahora estaba cerca. Con las manos temblorosas, vertió el fluido azul en la redoma y observó. La reacción estalló en un dédalo de tonos inenarrables, que se mezclaban para cantar el caos. La vista del adepto parecía encadenada en los colores preternaturales mientras escribía las deducciones casi sin mirar el pergamino. El trazo de la pluma era cada vez más lento, pasaron las horas y los cálculos.
Finalmente, la tinta dejó de sangrar en el códice. La ecuación estaba resuelta, el sabio ahora conocía el gran principio que rige la existencia. En cuanto el resultado se le hincaba como una saeta, bajó la cabeza y lloró, pues había visto de cerca la nada.
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